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lunes, 3 de febrero de 2014

Mất ngủ

Despierto.
Todo obscuro.

Los objetos se dibujan poco a poco. son sombras grises y alargadas,como si alguien las hubiera dibujado apenas suavemente sobre un enorme cartoncillo negro.

Vuelvo a cerrar los ojos, tanta obscuridad me atemoriza.

Siento mis pulmones inflarse y desinflarse, la presión en el pecho, el escalofrío en la espalda, el inconsciente tirón en la pierna izquierda y aprieto los parpados intentando volverme a dormir.
Adivino la ventana abierta, pues siento una leve corriente de aire frío en mi mejilla, e instintivamente me cubro el rostro con la cobijas.

De pronto me levanto, no quiero hacerlo, pero una fuerza mayor a mi me levanta de la cama y me hace caminar los dos metros que hay entre mi cama y la ventana y me hace mirar hacia fuera.

La calle está vacía, solo un gato se escabulle entre el jardín de la casa de enfrente, y la luz del alumbrado publico intenta vanamente romper la obscuridad que lo envuelve todo.
Un viento frío, un norte, levanta el polvo que hay entre la piedras y solo puedo imaginar su trayecto por el aire hasta sentirlo golpearme en la cara.

La misma fuerza que me hizo levantarme, me hace cerrar la ventana y correr las cortinas, me hace regresar los dos metros que hay entre la ventana y mi cama y me hace acostar de nuevo, rápidamente le robo el control de mi cuerpo y me tapo con las cobijas hasta las orejas, solo asomo mis ojos, en un intento de sorprender al intruso que hay en mi cuarto.

El silencio es tan pesado que puedo sentir su presión en mi oídos


viernes, 17 de enero de 2014

Mus

Lo que me molesta, lo que me enoja, me frustra, me entristece, lo que me empequeñece, el punto más sensible de ésta situación, es la sensación de haber caído en una trampa, más precisamente ser la víctima de una broma. Es como sí cayera el telón final, pero aún no se descubrirá a los actores.
Tal vez simplemente, milagrosamente, soy un cobarde paranoico. Es curiosa la condición de un ratón.

lunes, 23 de diciembre de 2013

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Borroso, Vago, Vaguedad, falta de certeza, incertidumbre, nervio, nervios, la descarga, el escalofrío, el cosquilleo, dientes apretados, corazón que  palpita, tic - tac, tic - tac, el tiempo eterno, la cualidad efímera perpetuada, el roce, la penetración, el impacto, la reacción, el reflejo, apretar de puños, sangre qué fluye, entumecer de músculos, nudo en la garganta, repentina delgadez  del aire, ojos qué pestañean, párpados qué caen, objeto extraño, Borroso.

domingo, 13 de mayo de 2012

Cacao (escrito en colaboración con Julieta Rodríguez Barajas)



Espumosito, dulce, espeso, con un algo granuloso que no sabes que es pero que encanta. Y soplas, no porque esté demasiado caliente, sino por ver el juego de colores en la superficie. Y el calor no es problema, no importa que queme tu lengua, el dolor es más pequeño que el placer. Y al final, cuando llegas al final de la taza y ves el asiento moverse, el amargo, ese delicioso amargo por el cual tomas otra taza.
Acercas lentamente la punta de tu dedo tembloroso para saber si es posible que esos últimos granos superen el interminable y apacible viaje contenido en la taza de bordes dorados y al final te das cuenta que no podrás saberlo porque la mesera te lo quitó de las manos.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

José


La hierba era especialmente húmeda ese día, podía sentirse el agua subiendo desde la tierra, pasar por las raíces y, atravesando toda la planta, salir en forma de minúsculas gotas que acariciaban mis pies desnudos.
Abajo, en la base de aquél cerro, junto a la playa, podían sentirse los cangrejos, con su cuerpo aplastado y color de arena, entregarse a la euforia maníaca que la temporada de celo les infería.
El sonido del mar era relajante, me encantaba salir de la choza, débilmente alzada con palos encontrados en la selva, y subir caminando lentamente hacia la cima del cerro, donde se encontraba El Hotel abandonado y aquél bosquecillo de Framboyanes.
Mientras subía, podía sentir cómo la selva se iba acostumbrando a mi presencia. Justamente antes de subir se podía escuchar un zumbido increíblemente pesado de cigarras y demás insectos, el canto y chirridos de los pájaros, y, sobre todo, el inconfundible aullido de los monos. Pero nada más subir el cerro, todo se envolvía en el silencio, en presión, en tensión, casi podía ver a la Nauyaca entre las hojas, encogiéndose sobre sí misma, entelerida de no tomar el sol, pero dispuesta a inyectarme su fuego en el cuerpo y a quemarme por dentro lentamente. Podía estar seguro de ver la Arriera detener su paso sólo un momento y escuchar atentamente las vibraciones del suelo, para retomar inmediatamente después la paciente carrera hacia el hormiguero.
Sabía con seguridad que los monos me observaban y que esperaban cualquier acción sospechosa de mi parte para bajar en un escándalo de las copas de los árboles y bañarme en su su mierda y sus orines.
Pero yo estaba tranquilo, miles de veces había recorrido el camino hacia el bosque de Framboyanes y nunca había pasado nada, los animales eran demasiado inteligentes como para atravesar el camino de terracería que llevaba al hotel, y cuando lo hacían, se tomaban mucho cuidado de no hacerlo mientras un humano pasara.
Los monos eran más atrevidos.
Bajaban y robaban cosas a los turistas, se comían sus almuerzos y luego los asustaban son sus aullidos.
Disfrutaba con el ruido que hacían las piedras al caminar, ese crujido como de mascar cereal que el suelo despedía me encantaba. Podía saber cuándo pasaba por un claro entre los árboles cuando sentía la quemazón del sol en los brazos y la nuca, pero inmediatamente después volvía a sentir el fresco de la sombra al ir avanzando. Caliente, frío, caliente, frío, caliente...
Ahí estaba El Hotel. Lo sabía por el cambio en el sonido del suelo, por la textura que cambiaba bajo el huarache, ya no era más la tierra y las hojas bajo lo que ellos se encontraba sino grava, esa grava finita de borde afilados que se escurre entre las ruedas de los autos y se amontona en el borde de camino.
El Hotel constaba de una casona enorme que la selva poco a poco iba reclamando a pesar de mis esfuerzos. No importaba cuánto cuidado pusiera yo en mantener a raya las hierbas y enredaderas, cuánto asustara yo a las murciélagos y Tepezcuintles, cuanto reparara las mallas mosquiteras de las ventanas, invariablemente encontraba yo nuevas cacas, nuevas huellas de lodo en los armarios, nuevos retoños entre los adoquines de las terrazas y grietas de las paredes.
El vacío en El Hotel me hipnotizaba, recorría sus pasillos lentamente, con la punta de los dedos recorriendo las paredes, subiendo las escaleras, topando de vez en cuando con un palo que saber qué bicho había dejado tirado ahí, teniendo cuidado de no pisar los huesos de los ratones que habían sido devorados por los lagartos y tratando de recordar dónde los había sentido para barrerlos después.
Abría todas las puertas y ventanas en un intento de alejar ese olor a encerrado con que siempre amanecían, y tratando de que ese otro olor a aire nuevo que caracterizaba a la selva se impregnara un poquito en las paredes, en las puertas, en el suelo, en los armarios. Sin embargo era imposible, no importaba cuánto trabajara en ello, El Hotel se empecinaba en hacer notar que no pertenecía ahí.
Cuando terminaba de limpiar El Hotel recorría las cabañas, las cuales iban desapareciendo poco a poco bajo el monte, cada vez era más difícil recorda donde se encontraban y hasta sentía que alguien las había movido durante la noche.
A mediodía, el silencio se había ido para siempre, o al menos eso parecía, los insectos se volvían a entregar a un interminable coro de zumbidos, los pájaros revoloteaban por todas partes, y podía verse a lo lagartos correr raudos entre las piedras y por los troncos de lo árboles.
Las arrieras empezaban a limpiar los senderos y los mosquitos hacían vibrar el aire con sus pequeñas pero poderosas alitas.
El día iba avanzando demasiado bien, no me había topado con ninguna tropa de monos y parecía que este día no iban a aparecerse ninguno de esos grupos de turistas, extremadamente ruidosos y molestos, que se aparecían por aquí sin tener idea de donde pisar, que estallaban en risas estúpidas y alejaban todo resto de paz.
Encendí un cigarro de hoja y me senté en una de las piedras del borde del farallón. Escuchaba las olas moverse rítmicamente en su ir y venir del mar hacia la playa, podía oírlas chocar contra la corriente del río y recibir, como viejos y antiguos amigos, las aguas frías y dulces que de él bajaban.
El viento me llegaba impetuosamente hasta las narinas y llenaba mi nariz con un sabor a salado que siempre era bien recibido. Después me recorría el cuerpo acariciando mi cuello y jugando con el cabello de detrás de mis orejas, se me metía en las ropas y lo sentía abrazar mi pecho recorriéndolo como con manos suaves que me hacían cosquillas y hacían que mi piel se erizara como cuero de gallina. Luego iba bajando lentamente hacia mis piernas y, mientras estiraba los brazos para que el aire de mi pecho se colara hacia mis muñecas a través de las mangas, sentía la caricia del viento en mis muslos, la entrepierna, las pantorrillas y los tobillos. Siempre he tenido ganas de saltar desde el farallón y averiguar si el viento sería capaz de sostenerme.
La tarde llegó con el aullido de los monos, saber qué asunto se traían entre ellos, que llevaban ya cerca de dos horas aullando y agitando los árboles en la parte más alta de la selva.
El sol caía lentamente sobre la copa de los árboles, se sabía por el calorcito que pegaba de lado y que en vez de quemar, se sentía como la respiración de un ser benéfico que revitalizara cada músculo. A esa hora podía escucharse a los murciélagos atravesar el vacío, saliendo de sus escondites diurnos, mientras la selva iba llenándose de ruidos nuevos y furtivos. Por allá sonó la pisada suave de la zorra, acá se entretiene un toche rascándose lo que puede del caparazón, una multitud de aves se cuentan los eventos del día mientras escogen al lugar más idóneo para dormir y luego, cuando la puesta de sol está demasiado próxima, el silencio, un silencio increíblemente pesado, envolvente, ningún animal hace ruido a esa hora del día, todos se preparan para despedir al sol en su carrera diaria, o eso es lo que me gusta pensar. Ni los monos, ni las aves, ni la hormiga, ni la Nauyaca, nada se mueve, todo se queda estático, en silencio, como esperando algo, cautelosos y sumisos.
El calor del sol se siente cada vez menos en la piel y la fuerza de la marea alta se deja sentir en el aire, y aún así, todo está en silencio.
Entonces lo escucho.
Las pisadas son firmes, lentas, con la tranquilidad que da el poder, sí, el andar es poderoso, elegante, de total autosuficiencia. La respiración profunda, suave, con un ronrroneo seductor que enerva lo sentidos. El animal se detiene corta distancia de mí y yo me siento bajo los framboyanes y entierro los pies descalzos entre la hierba, extiendo la mano lentamente, sin miedo, pero con todo el respeto que puedo inferir a un movimiento tan simple.
Un aliento tibio se escurre entre mis dedos, el animal olisquea mi mano y luego, muy lentamente, me deja acariciarlo entre las orejas. Lo acaricio muy suavemente, con delicadeza, apenas rozando su poderosa cabeza con mis dedos. Le dejo olisquearme el rostro y, cuando termina, se retira lentamente, retrocede unos pasos y yo bajo la mano y la uno con la otra sobre mi regazo. El animal no me permite escuchar sus pisadas al retirarse y varios minutos después, escucho su rugido en la parte más alta de la selva. Un rugido, un estruendo impresionante, una explosión de energía que resuena en toda la selva y que tiene el poder de revivirla de nuevo.
Todos los animales le responden a una sola voz, cada quién a su estilo, y, para cuando la tibieza del sol es ya no más el recuerdo de algo que tal vez se soñó, el inacabable zumbido de la selva comienza otra vez su concierto, mientras que yo estiro mis pies en la hierba y abro los ojos, intentando lavar con una lágrima la nube que los opaca

viernes, 28 de agosto de 2009

Longino


... La luz caía lentamente, atravesando las leves capas de polvo que el viento levantaba, haciendo que las piedras de la calle parecieran mas grandes de lo que en realidad eran. Un gallo cantaba, inflando el pecho, orgulloso de su magnificada sombra, que rebotaba en los techitos de lámina del arrabal.
Algunos niños jugaban con un pequeño balón desinflado, gritando y riendo alegremente, con la cara llena de lagañas y lágrimas viejas, mientras un perrillo faldero los perseguía a todas partes, tratando de llamar su atención con sus ladridos chillones.

La voz del albañil suena áspera, acompañada de un tono como de rencor macerado en alcohol.

- Allá uno no tenía necesidad de nada - decía el albañil mientras regaba en el suelo un bulto de cemento y lo combinaba con arena y un poco de cal - siempre había agua , no bastaba mas que irse al río y agacharse en uno de esos remansos donde saltan los gusarapos y los ajolotes, no como aquí, que a huevo tiene uno que joderse comprando garrafas de agua. Allá no tenía uno que andarse arrastrando para poder beber. Y, si de casualidad sentía uno hambre, no tenía uno más que treparse al mango de doña Licha, y uno podía jartarse todos lo que quisiera, total que ella ya se había muerto hacía años.

El albañil extiende la mezcla, revolviendola con la pala con ternura, y hace un pequeño cráter en medio, luego toma una cubeta que se va a llenar, con pasos lentos y sin prisa, a la pileta, y allí se está, viendo el polvo elevarse a ese cielo limpio de nubes.
Vacía la cubeta en el cráter, despacio, viendo tranquilamente caer el agua de la cubeta al piso, mientras que el hoyo se va llenando poco a poco.

- Eso era antes, cuando uno sentía un no se qué en las tripas y se regresaba uno a su rancho para visitar a su mamá... pero ahora ya ni de eso le dan ganas a uno. ¡Carajo!, y yo que quería irme mañana a Villahermosa para pasear con la Susana y ahora tengo que terminar esta chamba.

El albañil se levanta se pasa una mano por la frente y reinicia a incorporar la mezcla con la pala, revolviendo y separándola en surcos grandes y pequeños, distribuyendo uniformemente la humedad, cual si amasase un pan.

- No, sí que era bonito mi rancho, podía uno perderse entre los cañaverales cazando culebras o buscar alacranes entre las tejas del granero, para echárselos entre los pantalones al loco que se quedaba a dormir afuera de la capilla, o ir a ver a escondidas a las muchachas a bañarse al río. en cualquier cosa podía entretenerse uno, no como los mocosos de por acá que no pueden ver una pinche hormiga por que sienten que se los va a comer, pendejos.

El albañil toma un montón de ladrillos y, apiladitos unos sobre otros, se los lleva cargando, como si llevara un bebé, y los coloca junto a un par de hilos azules que se encuentran, tensos, amarrados entre dos columnas de varillas.

- Yo no sé por que chingados me vine para acá, si allá estaba uno tan cómodo. Todo fue culpa del José, yo no sé porqué le hice caso, según él acá en la ciudad uno vive mejor, que con saber uno mover la lengua la hacía cualquiera, para lo que le sirvió a él saber mover la lengua, no le valió nada cuando lo picaron afuerita del bar ese del "mixteco". Yo me quedé por que en ese tiempo estaba yo ganando bien como aprendiz de albañil con un señor güero que le decían el "tarolas" y hasta estaba haciendo yo planes de traerme a mi mamá para acá, para tenerla cerquita y no se me fuera a morir sola allá en el rancho

El albañil toma un ladrillo y lo sumerge en una cubeta con agua y, mientras sigue hablando, el ladrillo se sumerge pesadamente en la cubeta, borboteando y manchando el agua de un color rojizo, como tezcalate. El albañil toma otro ladrillo y repite la operación y así sucesivamente hasta llenar la cubeta.

- La cosa es que antes de que pudiera traerme a mi mamacita, se apareció por acá mi prima la Jacinta. Era ella una mujer de veras, de esas que acá casi no hay, siempre me tenía listas mis tortillitas de mano y mis frijolitos con chile cuando llegaba yo de la obra, y pues como quien no quiere la cosa nos fuimos enamorando y tuvimos un chamaquito y hasta nos casamos. Y ahí fue que mi mamá se enojó conmigo porque según eso yo le había maloreado a su sobrina. Pero yo creo que ya venía maloreada, a saber.

El albañil extiende la mezcla entre los dos hilos con la cuchara y la aplana, la nivela, dice él, acariciándola con suavidad. Después pone un ladrillo ensopado y dándole golpecitos lo deja emparejado a la altura de los hilos, Luego extiende otro poco de mezcla y pone otro ladrillo y así una y otra vez.

- Lo que yo nunca voy a entender es porqué se malogró el muchachito, si parecía tan sanito. Según el doctor ya venía malito de nacimiento, quesque era resultado de que la Jacinta y yo fuéramos primos y que según así salen mal los chamacos a veces, lo cierto es que después de eso la Jacinta cambió, me rehuía la mirada y se pasaba las horas cantando en la puerta de la casa, viendo en dirección al rancho, como si arrullara una criatura. Ya no quiso estar más conmigo y por más que la consolaba uno con palabras tiernas y con chicotazos, a veces, uno se tenía que ir al bar ese del "mixteco" a buscar calorcito con las viejas esas de ahí, que aunque eran re-jaladoras, nomás andaban viendo como chingarle a uno sus centavos, y pues así no aguantaba la cosa.

Poco a poco se iba perfilando la pared. Cada vez que terminaba una hilera de ladrillos, el albañil tomaba una como regla con una capsulita de agua en medio y, poniendola sobre la hilera, verificaba que la pared "No le fuera quedando chueca". Después tomaba una cuerda con un cilindro hueco y pesado de fierro y "Checaba", según él, "Que no fuera quedando pandeada".
El sol, que ya empezaba a picar en las orejas, aflojaba el sebo en la cabeza del albañil y se iba deslizando por su frente, cayendo como cera por sus mejillas. Los niños habían dejado de jugar y se sentaban, agotados, en el piso, mientras el perro les lamía los pies descalzos.
Una mujer de mediana edad lavaba la ropa en un patio, demarcado apenas por un alambre de púas, al fondo, en una puertecita, se veía algo bullir en la estufa. El albañil se detuvo en su tarea, se acercó a su mochila, sucia y demasiado gastada y sacó un billete, le habló a uno de los niños que estaban sentados y le pidió que por favor fuera por "una coca, medio kilo de tortillas y un pollito rostizado de esos de los arizona", "andale y aquí te invito", le dijo. Mientras tanto se enjuagó las manos en la cubeta con agua y se secó el sudor de la cara con su camisa.

- Cuando la Jacinta me dejó, la verdad si me puse triste, porque la verdad yo si la quería y ni me importó que se llevara el dinero que tenía yo guardado, ni mis herramientas me dejó la desgraciada, pero en ese momento no me importó. La anduve buscando un tiempo, pero luego me enteré que se había regresado al rancho y que allá la había mordido una culebra y se había muerto de fiebre y que, según, se había puesto toda como viejita, encanecida y llena de arrugas, para cuándo la llevaron a enterrar. A mi todo eso me lo mandó a decir mi mamá, y que según eso, yo tenía la culpa de que la Jacinta se muriera.

Cuando el niño regresó, el albañil se sentó y sirviéndose en un pocillo el refresco, se puso a deshebrar el pollo con las tortillas, sacó una latita de chiles en vinagre de su mochila y haciéndose un taco se comió entero el pollo con el niño, que se veía que tenía mucha hambre.
Cuando terminaron le arrojaron los huesos al perro, que recibió gustoso el obsequio y hasta intentaba ladrar mientrás comía y movía la cola de contento.
El albañil tomó el pocillo en que estuvo bebiendo, su "vaso", decía él, y se puso a hacer gárgaras con el refresco y a enjuagarse los dientes.
Después de un sonoro eructo y de estirarse un poco, el albañil volvió a trabajar.

- Que la Jacinta se muriera y que mi mamá me mandara a decir esas cosas, y otras que no me acuerdo, me dió pa' bajo y me empecé a pasar las tardes y noches al "mixteco" pa' tratar de alegrarme un poco con las viejas esas de ahí.
Así, poquito a poco, me fuí olvidando de la Jacinta y me fui volviendo un poco vago, no me importaba mucho como no fuera tener un cincuenta para comprarme mis cañas, hasta llegué a robar, pero aquéllo no me gustó mucho, porque la gente se da cuenta siempre cuando uno es ratero y lo miran a uno feo y lo tratan mal.
Además una vez me cacharon cuando me andaba queriendo peinar un cartón de caguamas de un camión de esos de la sol y que me agarran a botellazos el chofer y su achichincle, de ahí ya no volví a robar.

En el momento en que la pared llegó a cierta altura, el albañil dejó de lado los ladrillos y el cemento y se puso a construir un cuadrado con una maderas que tenía a la mano, midiendo constantemente sus lados para asegurarse de que no quedara disparejo. Volvió a la pared, y dejó un espacio en la secuencia de los ladrillos, y colocó el cuadrado de madera y así siguó construyendo la pared y siempre que llegaba al cuadrado de madera, lo saltaba y seguía después un poco más allá.

- Para cuando volví a trabajar en esto ya me había yo curado de los botellazos, y de hecho fue de suerte, porque me encontré en el "mixteco" al maistro "tarolas" y me dijo que le había salido una chamba por allá por Tampico y que le hacía falta un valedor de confianza y pues yo la verdad ya andaba medio mal de tanto tomar y andar de vago que me fuí con él pa' Tampico.
Allá estuvimos construyendo unos edificios de esos de departamentos muy bonitos pero que se me hacía que parecían un poquito cárceles, quien sabe.
Lo que sí recuerdo muy bien es que por allá me comí un caimán, que me invitó un viejito medio loco que conocimos en un bar de por allá y que le decían Don Nicolás, y que ,según él, él mismo había cazado con una escopeta y usando un gato como carnada, quién sabe, lo que sí es que estaba bueno el condenado caimán.

Poco a poco se traslucía un ventana en el espacio que demarcaba el cuadrado que había construido el albañil y, a través de ella, se dejaba ver el cielo, pintado de ese azul tan fuerte de cuando está cerca el ocaso, y un poco más abajo los edificios de la ciudad, y un poco mas abajo, todavía, las casitas del arrabal aquél.

- Estando allá, junte un poco de dinero, lo suficiente para regresarme para acá y hacerme de mi terrenito y empezar a construir una casita, que es esa de por allá - dijo señalando un punto indefinido de entre las casitas que al fondo se divisaban - y dejar de estarle rentando a la mujer del José, que yo siento que nunca le caí bien, porque alguien le fue con el chisme de que según yo me había despachado al José afuerita del "mixteco". Yo, la verdad, no me acuerdo.

El albañil, cansado, recogió sus herramientas y las limpió con el agua de la cubeta, las metió una por una en su mochila, pasando el dedo por el filo de la cuchara húmeda
La luz se fue apagando poco a poco, tranquilamente, igual que como había llegado, los niños hacía tiempo ya que estaban dentro de sus casas y el perro se había quedado dormido frente a una puerta de metal oxidada por el tiempo.
El albañil sacó una botellita de aguardiente de caña y, dándole un trago largo, se fué caminado despacito, al tiempo que encendía un cigarrillo apretado y, así lentamente, se fue perdiendo en la obscuridad de la callecita del arrabal.

La luna se había empezado a dejar ver y las lámparas del alumbrado se habían encendido. La pared, iluminada con el pálido color amarillo de los faroles, lucía peculiarmente vieja.

sábado, 15 de agosto de 2009

Blup!


El reflejo de la luna es hermoso, totalmente puro, sin una sola deformidad a pesar de la lluvia.
Hace dos meses ya que no para de llover y sin embargo es posible contemplar la luna, el sol, las estrellas, como si las nubes no estuvieran (como no están).
El lago es bello, algo descuidado, pero bello no hay día o noche que no vea a las garzas rozar el agua con sus hermosas alas blancas.
Vivir aquí abajo es tranquilo, algo aburrido pero tranquilo, al menos me deja mucho tiempo para pensar y recordar en aquéllos días en que contemplaba el lago desde otro ángulo y leía títulos que ahora no recuerdo, pero sé muy hermosos.
Lo peor es la Soledad. Hace también dos meses que el último vino a verme y cuándo el se fue, empezó a llover. Quizás es coincidencia (Estoy seguro que no).

Siento que un halo de vacío me rodea, sé que me protege, pero el tributo que cobra es muy alto: El Olvido.
Los primeros días, después de mi llegada aquí, todos mis amigos estaban preocupados porque no me faltara nada: unos traían flores, otros llegaban con licores, incluso comida me traían. Sin embargo ninguno quizo quedarse a charlar conmigo, todos tenían prisa u otros asuntos que atender.
A mí me dolía que fueran a visitarme, sabía y comprendía que ellos no podían hacerlo siempre, pero me dolía más el que lo hicieran por compromiso que porque realmente quisieran hacerlo.
Ha empezado a amanecer, los primeros rayos de sol ya se notan, rosados, en el cielo. Si no fuera por lo claro del día y lo obscuro de la noche, no notaría el cambio. El amanecer y el ocaso no existen, son una farsa, una broma del sol para no hacer su trabajo. El muy ojete va y se asoma con los cabellos despeinados y con la cara roja de sueño, se va estirando poco a poco y empieza a brillar más, hasta que nos deslumbra y es entonces cuando ¡ZAS! se da la vuelta en la cama y ahí va para atrás quedándose dormido y habiéndonos embaucado con la mentira se su recorrido diario.
El último que vino, fue el único que habló Vino a despedirse, a decirme adiós como si fuera yo el que se estaba yendo. Después no dijo nada, aunque sus palabras todavía resonaban en la tierra de mi alrededor, se quedó mirando el el cielo conmigo, tranquilo.
Entonces lloró. El llanto mas triste que había yo visto en mi vida, sin un lamento, sin una queja, sólo las lágrimas lavándole la cara, limpiándole la consciencia.
Desde entonces no ha dejado de llover y el vacío de mi alrededor se cerró por completo.
El olvido trae cierta paz consigo, ayuda a hacer menos pesada la Soledad. Sin embargo, mientras mas olvido y soy olvidado, mas irreal se vuelve todo, se va transparentando, hasta que sólo queda su recuerdo y luego nada, en un ciclo de proporciones infinitas, porque tan variados son los recuerdos como variadas las personas con quién las comparto.
Una pareja está sentada junto a mí, ajena totalmente a mi presencia. Se besan, se abrazan, se prometen cosas que ambos saben no van a cumplir pero que, al invocarlas en su imaginación, suenan tan realizables que no pueden reprimir un suspiro.
No hay duda el amor es hermoso, o al menos lo era. Ya no tiene el valor de antes. Antes, podía provocar una guerra, destruir todo un imperio, atravesaba mares, superaba cordilleras e iba a morir al fin del mundo. Ahora te cuesta cincuenta centavos en cualquier papelería, provoca burlas, desdén, sufrimiento. Habrá que buscar otra palabra para llamar al sentimiento puro, por que el que ahora tiene, ya define cualquier otra cosa.

Hoy he visto salir el sol otra vez y me dio tiempo de conocer un poco a mis vecinos, unos caracoles comunes bastante educados. Traté de hacer conversación con ellos, pero hablaban en francés y no les entendí una palabra.
Pasé la tarde viendo volar a los peces y nadar a las garzas y los patos.
La lluvia no ha dejado de caer
Recordé un lugar que hacía tiempo no veía, pero que se materializó al instante al evocarlo en mi memoria. Aún así no pude recordar el nombre, señal inequívoca del olvido que me consume. Cuando yo olvide totalmente este lugar, habré desaparecido por completo

" La luz se cuela por la bóveda arbórea y cae en un mosaico amarillo hasta estrellarse contra el suelo. Reina en la atmósfera una calidez digna de los trópicos y un brillante color verde lo cubre todo, con excepción de de las blancas y gigantes piedras en la orilla."
" Todo el lecho es pedregoso, pero profundo, y resplandece, en colores nunca vistos, al contacto del sol. el silencio es casi religioso y es asesinado, a veces, por una hoja que cae..."

Éstas letras aparecieron escritas hoy junto a mi pié, rodeado de algas, no hay nada que recuerde ya y mi piel ha empezado a pudrirse y , en el reflejo de una trucha, el color enmohecido de mis ojos.
Ya no puedo sentir nada, ni siquiera a los charalitos y renacuajos que muerden, ávidos, mis pies.
Cierro mis párpados y, en el roce de unas alas contra el lago, me desvanezco.