La hierba era especialmente húmeda ese día, podía sentirse el agua subiendo desde la tierra, pasar por las raíces y, atravesando toda la planta, salir en forma de minúsculas gotas que acariciaban mis pies desnudos.
Abajo, en la base de aquél cerro, junto a la playa, podían sentirse los cangrejos, con su cuerpo aplastado y color de arena, entregarse a la euforia maníaca que la temporada de celo les infería.
El sonido del mar era relajante, me encantaba salir de la choza, débilmente alzada con palos encontrados en la selva, y subir caminando lentamente hacia la cima del cerro, donde se encontraba El Hotel abandonado y aquél bosquecillo de Framboyanes.
Mientras subía, podía sentir cómo la selva se iba acostumbrando a mi presencia. Justamente antes de subir se podía escuchar un zumbido increíblemente pesado de cigarras y demás insectos, el canto y chirridos de los pájaros, y, sobre todo, el inconfundible aullido de los monos. Pero nada más subir el cerro, todo se envolvía en el silencio, en presión, en tensión, casi podía ver a la Nauyaca entre las hojas, encogiéndose sobre sí misma, entelerida de no tomar el sol, pero dispuesta a inyectarme su fuego en el cuerpo y a quemarme por dentro lentamente. Podía estar seguro de ver la Arriera detener su paso sólo un momento y escuchar atentamente las vibraciones del suelo, para retomar inmediatamente después la paciente carrera hacia el hormiguero.
Sabía con seguridad que los monos me observaban y que esperaban cualquier acción sospechosa de mi parte para bajar en un escándalo de las copas de los árboles y bañarme en su su mierda y sus orines.
Pero yo estaba tranquilo, miles de veces había recorrido el camino hacia el bosque de Framboyanes y nunca había pasado nada, los animales eran demasiado inteligentes como para atravesar el camino de terracería que llevaba al hotel, y cuando lo hacían, se tomaban mucho cuidado de no hacerlo mientras un humano pasara.
Los monos eran más atrevidos.
Bajaban y robaban cosas a los turistas, se comían sus almuerzos y luego los asustaban son sus aullidos.
Disfrutaba con el ruido que hacían las piedras al caminar, ese crujido como de mascar cereal que el suelo despedía me encantaba. Podía saber cuándo pasaba por un claro entre los árboles cuando sentía la quemazón del sol en los brazos y la nuca, pero inmediatamente después volvía a sentir el fresco de la sombra al ir avanzando. Caliente, frío, caliente, frío, caliente...
Ahí estaba El Hotel. Lo sabía por el cambio en el sonido del suelo, por la textura que cambiaba bajo el huarache, ya no era más la tierra y las hojas bajo lo que ellos se encontraba sino grava, esa grava finita de borde afilados que se escurre entre las ruedas de los autos y se amontona en el borde de camino.
El Hotel constaba de una casona enorme que la selva poco a poco iba reclamando a pesar de mis esfuerzos. No importaba cuánto cuidado pusiera yo en mantener a raya las hierbas y enredaderas, cuánto asustara yo a las murciélagos y Tepezcuintles, cuanto reparara las mallas mosquiteras de las ventanas, invariablemente encontraba yo nuevas cacas, nuevas huellas de lodo en los armarios, nuevos retoños entre los adoquines de las terrazas y grietas de las paredes.
El vacío en El Hotel me hipnotizaba, recorría sus pasillos lentamente, con la punta de los dedos recorriendo las paredes, subiendo las escaleras, topando de vez en cuando con un palo que saber qué bicho había dejado tirado ahí, teniendo cuidado de no pisar los huesos de los ratones que habían sido devorados por los lagartos y tratando de recordar dónde los había sentido para barrerlos después.
Abría todas las puertas y ventanas en un intento de alejar ese olor a encerrado con que siempre amanecían, y tratando de que ese otro olor a aire nuevo que caracterizaba a la selva se impregnara un poquito en las paredes, en las puertas, en el suelo, en los armarios. Sin embargo era imposible, no importaba cuánto trabajara en ello, El Hotel se empecinaba en hacer notar que no pertenecía ahí.
Cuando terminaba de limpiar El Hotel recorría las cabañas, las cuales iban desapareciendo poco a poco bajo el monte, cada vez era más difícil recorda donde se encontraban y hasta sentía que alguien las había movido durante la noche.
A mediodía, el silencio se había ido para siempre, o al menos eso parecía, los insectos se volvían a entregar a un interminable coro de zumbidos, los pájaros revoloteaban por todas partes, y podía verse a lo lagartos correr raudos entre las piedras y por los troncos de lo árboles.
Las arrieras empezaban a limpiar los senderos y los mosquitos hacían vibrar el aire con sus pequeñas pero poderosas alitas.
El día iba avanzando demasiado bien, no me había topado con ninguna tropa de monos y parecía que este día no iban a aparecerse ninguno de esos grupos de turistas, extremadamente ruidosos y molestos, que se aparecían por aquí sin tener idea de donde pisar, que estallaban en risas estúpidas y alejaban todo resto de paz.
Encendí un cigarro de hoja y me senté en una de las piedras del borde del farallón. Escuchaba las olas moverse rítmicamente en su ir y venir del mar hacia la playa, podía oírlas chocar contra la corriente del río y recibir, como viejos y antiguos amigos, las aguas frías y dulces que de él bajaban.
El viento me llegaba impetuosamente hasta las narinas y llenaba mi nariz con un sabor a salado que siempre era bien recibido. Después me recorría el cuerpo acariciando mi cuello y jugando con el cabello de detrás de mis orejas, se me metía en las ropas y lo sentía abrazar mi pecho recorriéndolo como con manos suaves que me hacían cosquillas y hacían que mi piel se erizara como cuero de gallina. Luego iba bajando lentamente hacia mis piernas y, mientras estiraba los brazos para que el aire de mi pecho se colara hacia mis muñecas a través de las mangas, sentía la caricia del viento en mis muslos, la entrepierna, las pantorrillas y los tobillos. Siempre he tenido ganas de saltar desde el farallón y averiguar si el viento sería capaz de sostenerme.
La tarde llegó con el aullido de los monos, saber qué asunto se traían entre ellos, que llevaban ya cerca de dos horas aullando y agitando los árboles en la parte más alta de la selva.
El sol caía lentamente sobre la copa de los árboles, se sabía por el calorcito que pegaba de lado y que en vez de quemar, se sentía como la respiración de un ser benéfico que revitalizara cada músculo. A esa hora podía escucharse a los murciélagos atravesar el vacío, saliendo de sus escondites diurnos, mientras la selva iba llenándose de ruidos nuevos y furtivos. Por allá sonó la pisada suave de la zorra, acá se entretiene un toche rascándose lo que puede del caparazón, una multitud de aves se cuentan los eventos del día mientras escogen al lugar más idóneo para dormir y luego, cuando la puesta de sol está demasiado próxima, el silencio, un silencio increíblemente pesado, envolvente, ningún animal hace ruido a esa hora del día, todos se preparan para despedir al sol en su carrera diaria, o eso es lo que me gusta pensar. Ni los monos, ni las aves, ni la hormiga, ni la Nauyaca, nada se mueve, todo se queda estático, en silencio, como esperando algo, cautelosos y sumisos.
El calor del sol se siente cada vez menos en la piel y la fuerza de la marea alta se deja sentir en el aire, y aún así, todo está en silencio.
Entonces lo escucho.
Las pisadas son firmes, lentas, con la tranquilidad que da el poder, sí, el andar es poderoso, elegante, de total autosuficiencia. La respiración profunda, suave, con un ronrroneo seductor que enerva lo sentidos. El animal se detiene corta distancia de mí y yo me siento bajo los framboyanes y entierro los pies descalzos entre la hierba, extiendo la mano lentamente, sin miedo, pero con todo el respeto que puedo inferir a un movimiento tan simple.
Un aliento tibio se escurre entre mis dedos, el animal olisquea mi mano y luego, muy lentamente, me deja acariciarlo entre las orejas. Lo acaricio muy suavemente, con delicadeza, apenas rozando su poderosa cabeza con mis dedos. Le dejo olisquearme el rostro y, cuando termina, se retira lentamente, retrocede unos pasos y yo bajo la mano y la uno con la otra sobre mi regazo. El animal no me permite escuchar sus pisadas al retirarse y varios minutos después, escucho su rugido en la parte más alta de la selva. Un rugido, un estruendo impresionante, una explosión de energía que resuena en toda la selva y que tiene el poder de revivirla de nuevo.
Todos los animales le responden a una sola voz, cada quién a su estilo, y, para cuando la tibieza del sol es ya no más el recuerdo de algo que tal vez se soñó, el inacabable zumbido de la selva comienza otra vez su concierto, mientras que yo estiro mis pies en la hierba y abro los ojos, intentando lavar con una lágrima la nube que los opaca